La
"hiperpaternidad", el control excesivo del tiempo y el futuro de
los hijos, es un mal mundial.
El
autor de "Elogio de la lentitud" y "Bajo presión" alerta
sobre el "secuestro de la infancia".
Por Carl Honoré
Todo empezó en una reunión de padres en una
escuela de Londres. Las observaciones de los maestros sobre mi hijo eran
buenas, pero, en la sala de arte, el elogio fue mucho más que favorable. Uno
de sus trabajos, el dibujo de un mago hecho al estilo de Quentin Blake,
estaba colgado en la pared como modelo para los otros alumnos. En la parte
inferior del retrato, mi hijo había pintado la cabeza del hombre desde
distintos ángulos. La maestra de arte lo descolgó para mostrármelo.
"Es increíble que a un chico de siete años
se le ocurra por cuenta propia algo que juega de esa manera con la
perspectiva", me dijo entusiasmada. "Su hijo realmente se destaca
en clase. Es un artista dotado".
Y ahí estaba, la bomba D, la palabra de seis
letras que llega al corazón de todo padre. Dotado.
Esa noche entré en Google y me puse a buscar
cursos y profesores particulares de arte para estimular el talento de mi
hijo. Me imaginé estar criando al próximo Picasso ... hasta la mañana
siguiente. "Papá, yo no quiero un profesor particular, sólo quiero
dibujar", declaró mi hijo en el desayuno. "¿Por qué
los grandes siempre tienen que controlar todo?".
La pregunta me dolió como un cintazo en la
espalda. A mi hijo le encanta dibujar. Puede pasarse horas encorvado sobre
una hoja, inventando formas de vida extrañas, diseñando complicados libros de
historietas o dibujando a Lionel Messi pateando un tiro libre. Dibuja bien y
eso lo hace feliz. Pero eso, por alguna razón, no era suficiente. Una parte
de mí quería sacar provecho a esa felicidad, afilar y pulir su talento,
convertir su arte en un logro. Mi hijo tenía razón: yo estaba tratando de
tomar el control.
Aquel enfrentamiento en la mesa del desayuno
resultó ser uno de esos momentos reveladores que nos cambian la vida. Me hizo
ver que yo estaba perdiendo mi equilibrio de padre. Y me llevó además a
escribir Bajo presión: cómo educar a nuestros hijos en un mundo
hiperexigente.
Para documentar el libro, estuve dos años
viajando por Europa, las Américas y Asia, investigando la situación de la
infancia en la actualidad. Visité colegios, guarderías, clubes deportivos,
laboratorios y ferias de juguetes; entrevisté a maestros, entrenadores,
asesores, publicistas, policías, terapeutas, médicos y toda clase de expertos
en desarrollo infantil; analicé cuidadosamente las investigaciones
científicas más recientes. Y hablé también con cientos de padres y de niños.
Lo que descubrí es que los adultos han
secuestrado la infancia de una manera jamás vista en la historia. Bajo
presión analiza por qué está fracasando el enfoque moderno de la niñez, y
propone respuestas de todos los rincones del mundo para ayudarnos a encontrar
un enfoque mejor.
El libro no es un manual para padres -ya es
suficiente con los que hay-. Mi objetivo apunta más hondo que eso: redefinir
lo que significa ser niño y ser padre en el siglo XXI.
Por supuesto, el impulso de controlar
exageradamente a los niños no es nuevo. Hace 2.000 años, en las aulas de la
antigua Roma, un maestro llamado Lucius Orbilius Pupillus identificó esa
actitud avasalladora de los padres como un riesgo del oficio. Cuando el joven
Mozart hacía prodigios en el siglo XVIII, muchos europeos educaban a sus
hijos con la esperanza de crear un wunderkind. Pero, hoy, la presión para
sacar el máximo provecho a nuestros hijos parece consumirlo todo.
Como padres, sentimos la presión de alentar,
pulir y proteger a nuestros hijos con un celo sobrehumano, para darles lo
mejor de todo y hacer de ellos los mejores en todo. Pensemos en los DVDs de
Baby Einstein y las niñeras que hablan mandarín; en el último modelo de iPod;
en la mochila con GPS; en los horarios repletos de clases de ballet, fútbol,
cerámica, de yoga, tenis, rugby, piano, yudo... Si nuestros hijos no brillan
como artistas, académicos o atletas, si sufren de algún modo, sentimos que
fracasamos.
Este enfoque extremo de la crianza de los hijos
se conoce alrededor del mundo con diferentes nombres. Algunos lo llaman
hiperpaternidad. Otros hablan de los padres helicóptero, que siempre están
vigilando. Los canadienses, en tono humorístico, hablan de los padres
quitanieves, que despejan un camino de vida perfecto para sus hijos. Incluso
en Escandinavia, donde se supone que todo el mundo está maravillosamente
relajado, se habla de padres curling: mamá y papá barriendo frenéticamente el
hielo delante de su hijo.
Claro está, no todas las infancias son iguales.
Uno no encuentra muchos niños con "hiperpadres" en los
campos de refugiados de Sudán o las villas miseria de Latinoamérica. Incluso
en el mundo desarrollado, es más probable que millones de jóvenes, sobre todo
entre las familias más pobres, padezcan de atención insuficiente antes que
excesiva. Seamos honestos: la mayoría de los padres helicóptero pertenecen a
la clase media. (Aunque eso no significa que este cambio cultural afecte únicamente
a la gente acomodada). Cuando se trata de cambios sociales, generalmente la
clase media marca las pautas. Y la hiperpaternidad ya está erosionando la
solidaridad social, dado que, cuanto más se obsesiona la gente con sus hijos,
menos se interesa por el bienestar de los demás.
Los padres, sin embargo, son sólo una parte de
la ecuación. Aparte de ellos, todo el mundo, desde el estado hasta la
industria publicitaria, trata de manipular la infancia para ajustarla a su
propia agenda. Recientemente, una comisión del parlamento inglés advirtió que
demasiados niños sueñan con llegar a ser princesas o estrellas de fútbol. La
solución propuesta: orientación vocacional para los niños de cinco años.
Lentamente, el consumismo ha invadido rincones
de la vida infantil que alguna vez parecieron intocables. Hasta el humilde
pijama party es hoy una oportunidad publicitaria, con empresas como Girls
Intelligence Agency, que patrocina fiestas en las que las adolescentes
prueban nuevos productos y llenan cuestionarios. Empleados de McDonald's
visitan los pabellones infantiles de hospitales, donde reparten juguetes y
globos junto con folletos que promocionan sus comidas. Se estima que, sumando
todo, muchos chicos ven hoy unos 40.000 anuncios por año.
Al mismo tiempo que entregamos a nuestros hijos
a la orgía del consumismo, los envolvemos entre algodones y les impedimos
correr la clase de riesgos que en realidad les harían bien. En muchos países
se han prohibido oficialmente actividades "peligrosas" tales como
el juego de la mancha, las canicas o la guerra de bolas de nieve. Casi la
mitad de los niños ingleses de entre 8 y 12 años jamás se han trepado a un
árbol porque sus padres lo consideran muy peligroso. No importa que en la
mayoría de los países la pedofilia ya no sea tan frecuente como lo que era
hace una generación (sólo que tiene mucha más cobertura en los medios): hoy
en día hay tanto pánico que recluimos a nuestros hijos en casa como si fueran
gallinas de criadero para que nose conviertan en la próxima Madeleine McCann.
Y veamos qué ha sucedido con la educación. Se
llena a los niños de conocimientos cada vez más temprano, y luego se les
toman exámenes constantemente, hasta que las notas se vuelven más importantes
que el aprendizaje en sí mismo. Hoy en día, como nunca antes, a muchos chicos
se les recetan medicamentos como el Ritalin para ayudarlos a calmarse y
concentrarse en clase.
Pero, ¿qué es la medicación sino la máxima
forma del control extremo?
Actualmente, donde sea que nos fijemos, el
mensaje es el mismo: la infancia es demasiado valiosa para dejársela a los
niños, y los niños son demasiado valiosos para dejarlos solos. Pero, ¿esto es
malo? Tal vez todo ese control obsesivo valga la pena. Tal vez estemos
criando a los niños más brillantes, sanos y felices que jamás haya visto el
mundo.
O tal vez no.
Padres "helicóptero".
Por supuesto, debemos tomar con reservas los
informes que anuncian la muerte de la infancia. El niño que crece en el mundo
desarrollado de comienzos del siglo XXI tiene muchas ventajas: tiene menos
probabilidades de padecer desnutrición, abandono, violencia o muerte que en
ningún otro momento de la historia. Está rodeado de comodidades materiales,
impensables hace tan sólo una generación. Legiones de académicos, políticos y
empresas se esfuerzan para hallar nuevas maneras de criarlo, alimentarlo,
educarlo y entretenerlo. Sus derechos están consagrados en la legislación
internacional. Es el centro del universo de sus padres.
Y sin embargo, algo está mal. Todo ese
sobrecontrol, aunque bien intencionado, está fracasando. Los niños necesitan
mucha orientación y, de vez en cuando, un empujón firme, pero cuando los
adultos mandan en todo, cuando cada momento está programado, supervisado y
estructurado, hay un precio que pagar.
Comencemos por la salud. Encerrados en casa y
llevados a todas partes en el asiento trasero del auto, los niños están
creciendo más gordos que nunca.
La Asociación Internacional
para el Estudio de la Obesidad
calcula que, para el año 2010, el 38% de los niños menores de 18 años de
Europa y el 50% de los de América del Norte y América del Sur serán obesos.
Los kilos de más ya están condenando a niños a enfermedad cardíaca, diabetes
tipo 2, arterioesclerosis y otros trastornos que en otra época se restringían
a los adultos.
Los niños deportistas también sufren. El
entrenamiento excesivo a una edad muy temprana los está desgastando. Una
lesión como la rotura del ligamento cruzado anterior, que antes sólo se veía
entre atletas universitarios y profesionales, es muy común ahora en la
escuela secundaria y se vuelve cada vez más común entre niños de 9 y 10 años.
Y otro tanto vale para la mente. La depresión y
la ansiedad infantiles -y el consumo de drogas, el auto-daño y el suicidio
que a menudo las acompañan- son hoy en día más comunes no en los guetos
urbanos, sino en los elegantes edificios céntricos y en los suburbios
residenciales donde la emprendedora clase media acumula presión sobre sus
hijos.
Los chicos hipercontrolados por sus padres
pueden terminar con problemas para valerse solos. Los servicios de
orientación universitaria informan que los estudiantes sin control sobre sí
mismos están alcanzando cifras récord.
Y algunos profesores cuentan de jóvenes de 19
años que, en el medio de una entrevista, les pasan su celular diciendo:
"¿Por qué no habla de eso con mi mamá?".
El cordón umbilical permanece intacto incluso
después de terminar la carrera. Para reclutar egresados universitarios,
importantes empresas como Merrill Lynch han comenzado a lanzar "paquetes
para padres", o días de puertas abiertas en los que mamá y papá puedan
inspeccionar sus oficinas. Incluso hay padres que van a las entrevistas de
trabajo para ayudar a sus hijos a negociar el sueldo y las vacaciones.
En el camino, también se está perdiendo algo
precioso y difícil de medir. El poeta inglés William Blake resumió
espléndidamente lo mágico y lo maravilloso de la niñez en esta estrofa:
"Para ver un mundo en un grano de arena y
un cielo en una flor silvestre, sostén el infinito en la palma de tu mano y
abarca la eternidad en una hora".
Hoy en día, muchos niños están demasiado ocupados corriendo a ensayar violín
o a la clase particular de matemáticas como para sostener el infinito en la
palma de sus manos. Y esa flor silvestre suena un poco aterradora... ¿y si tiene espinas, o si el
polen provoca una reacción alérgica?
La verdad es que los niños necesitan tiempo y
espacio para explorar el mundo con sus propias condiciones: es así como
aprenden a pensar, inventar y socializar; a obtener placer de las cosas; a
descubrir quiénes son, en vez de ser lo que nosotros queremos que sean.
Cuando los adultos controlan exageradamente la infancia, los niños se pierden
las cosas que le dan textura, significado y alegría a la vida: las pequeñas
aventuras, los viajes secretos, los reveses y contratiempos, la maravillosa
anarquía, los momentos de soledad e incluso de aburrimiento.
Sus vidas se vuelven extrañamente sosas, llenas
de acción, de logros y de consumo, pero de algún modo vacías y artificiales.
Les falta la libertad de ser ellos mismos, y los niños lo saben. "Yo soy como un proyecto en
el que mis padres trabajan todo el tiempo",
dice Jessie Cartwright, una niña de 12 años, de Nueva York.
"Incluso hablan de mí en tercera persona
cuando estoy delante de ellos".Y no olvidemos lo que toda esa presión
les hace a los adultos: cuando criar a un hijo se vuelve una cruza entre el
desarrollo de un producto y un deporte de competencia, ser padre pierde su
encanto.
Tiempo de cambio. Pero basta de malas noticias.
La buena noticia es que el cambio ya ha comenzado. Por toda Europa, Asia y
América, la gente busca maneras de dar marcha atrás, de dar a los niños mayor
libertad para explorar el mundo a su propio ritmo, de permitirles ser niños
nuevamente.
Muchas escuelas están poniendo freno a la
obsesión con los exámenes y reducen la carga de trabajo académico... y
descubren que los alumnos aprenden mejor cuando tienen más tiempo para
relajarse, reflexionar y hacerse cargo de su propio aprendizaje.
No hace mucho, una escuela privada escocesa, el
colegio Cargilfield, prohibió los deberes para los alumnos de entre 3 y 13
años. En un año, las notas de los exámenes de matemáticas y de ciencias
subieron casi un 20%. La medida les da además a los niños más tiempo para
distenderse y jugar. "Tiene mucho que ver con que los niños disfruten
cuando son pequeños y no conviertan su día en una larga y única tarea",
dice John Elder, el director del establecimiento. "Estamos aquí para
disfrutar, y nunca volveremos a tener la oportunidad de revivir nuestra
infancia".
Este año, Toronto se ha convertido en la
primera ciudad de América del Norte en suprimir por completo los deberes para
los niños de cualquier edad.
Para dar un respiro a los niños sometidos a
horarios recargados, en ciudades de todo el mundo se fijan ahora días
especiales en los que todos los deberes y actividades extracurriculares se
suspenden. Para muchas familias, ir una
sola tarde a karate o a hockey sin tener que salir corriendo es un alivio tan
grande que recortan su agenda durante el resto del año.
Algunas universidades de élite están enviando
un mensaje similar. El Instituto Tecnológico de Massachusetts modificó
recientemente la solicitud de ingreso, poniendo menos énfasis en el número de
actividades extracurriculares en las
que puede inscribirse el aspirante para hacer más hincapié en aquello que
realmente le despierta su pasión. Incluso la poderosaUniversidad de Harvard
recomienda a los ingresantes revisar su lista de actividades antes de entrar.
Publicada en la página web de la universidad,
una carta abierta del ex decano Harry Lewis advierte a los estudiantes que
sacarán más de la universidad, y ciertamente de la vida, si hacen menos cosas
y se concentran en aquellas que realmente los apasionan: "Tendrán más
posibilidades de sostener el intenso esfuerzo necesario para realizar un
trabajo de nivel en una determinada área si se permiten cierto tiempo libre,
cierta recreación, cierto tiempo para estar solos, en lugar de llenar su
agenda con tantas
actividades que no tienen tiempo de pensar por qué están haciendo lo que
están haciendo". Lewis también apunta a la idea deque todo lo que hacen
los jóvenes debe tener una retribución apreciable o contribuir a forjar el
curriculum perfecto.
"Equilibrarán mejor su vida si participan
en algunas actividades por pura diversión, y no para alcanzar un rol de
liderazgo
que -ustedes esperan- les pueda servir como credencial distintiva para un
empleo de posgrado. Las relaciones que construyan con sus amigos y compañeros
de habitación en su tiempo libre quizá tengan una mayor influencia en su vida
futura que el contenido de algunos de los cursos a los que están
asistiendo". El título de la carta suena como un desafío directo a la
cultura de la programación excesiva: Bajen el ritmo: Sacar más de Harvard
haciendo menos.
Familias de todo el mundo hacen caso del
llamado. Para los Kessler, de Berlín, el punto de inflexión se produjo cuando
sus hijos -Max, de siete años, y Maya, de nueve- empezaron a pelearse
constantemente. La madre, Hanna, juzgó que el exceso de actividades
extraescolares -violín, piano, fútbol, tenis, esgrima, vóleibol, taekwondo,
badminton y clases particulares de inglés- los estaba distanciando.
"Cuando yo era chica tenía mucho tiempo libre para estar con mis
hermanos", nos dice. "Nos llevábamos bien, y seguimos llevándonos
bien. Al ver los horarios de mis hijos, me di cuenta de que Max y Maya
prácticamente no pasaban ningún tiempo juntos, porque uno o el otro siempre
estaba yéndose deprisa a alguna actividad". Hanna decidió reducir la
agenda a tres actividades extraescolares por niño.
Los chicos no echan de menos las clases que
abandonaron, y la armonía entre los hermanos parece haberse instalado en la
casa de los Kessler. "Ahora nos llevamos mejor", dice Maya.
"Nos divertimos mucho juntos". Max pone los ojos en blanco, Maya le
lanza una mirada feroz y, por un instante, parece que las viejas hostilidades
podrían reanudarse. Pero entonces los dos se echan a reír. Hanna sonríe con
una expresión radiante. "Jamás volvería a estar ocupada todo el
tiempo", dice.
Para devolverles los deportes juveniles a los
jóvenes, las ligas están tomando fuertes medidas contra los padres que gritan
insultos desde el costado del campo, y ponen ahora el acento en que los
chicos aprendan y disfruten el juego, y no en que ganen a toda costa. Un
equipo de hockey sobre hielo de Toronto formado por niños de 10 años dejó de
llevar estadísticas personales, controlando que todos los chicos,
independientemente de su capacidad, jueguen la misma cantidad de tiempo. El
resultado: los niños volvieron a enamorarse del hockey, mejoraron su nivel y
ganaron casi veinte torneos en tres años.
Hasta los padres fanáticos están aprendiendo a
relajarse. Vicente Ramos, un abogado de Barcelona, solía controlar desde el
costado de la cancha a su hijo Miguel, de 11 años, cada vez que éste jugaba
al fútbol. La mayor parte del tiempo se la pasaba gritando: "¡Corre al
área! ¡Pasa la pelota! ¡Marca a ese jugador! ¡Vuelve a tu posición!".
Después, mientras volvían a casa en el auto, analizaba el partido y le ponía
a su hijo una nota, de uno a diez. Un día, Miguel, un niño fuerte, rápido y
dotado de una excelente izquierda, le dijo que quería abandonar el fútbol.
"Me quedé duro", cuenta Ramos. "Hubo un montón de gritos, de
discusión y llanto, y al final salió con que estaba harto de mí porque yo
siempre le estaba encima".
Ramos decidió tomarse las cosas con más calma.
Ahora, se limita a veces a llevar a su hijo al club y se va a un bar a tomar
un café mientras lo espera. Cuando se queda a verlo, reduce al mínimo sus
indicaciones. En el camino de vuelta, ya no califica la actuación de Miguel,
y, con frecuencia, hablan de cosas ajenas al fútbol. Ramos se siente
sorprendido y aliviado al
comprobar que su humor de la semana ya no está teñido por la suerte de su
hijo en la cancha. Y lo que es más importante, Miguel ha redescubierto su
amor por el fútbol y siente que juega mejor. "Ahora sólo pienso en el
juego y en lo que voy a hacer con la pelota, en vez de preocuparme por lo
próximo que va a gritar mi papá", dice.
"Es un gran alivio".
Nuestra tendencia a envolver a los chicos entre
algodones para protegerlos del más mínimo riesgo también está siendo reconsiderada.
En un nuevo jardín de infantes de Escocia, los niños de tres años pasan el
día en un bosque, negociando con el clima riguroso, los fogones y los hongos
venenosos. Por supuesto, sufren algún que otro raspón o quemadura, pero van
al jardín más contentos, más seguros y menos propensos a enfermedades y
alergias que sus pares de los jardines de infantes tradicionales. O fíjense
sino en el éxito mundial de El libro peligroso para niños, un manual lleno de
ideas para que los chicos disfruten todo tipo de pasatiempos de alto riesgo,
desde carreras de carritos hasta hacer hondas y catapultas.
Todos estos cambios implican criar a los niños
con un toque más liviano, permitiendo que las cosas sucedan en lugar de
forzarlas.
Pero hay mucho más por hacer. Necesitamos tener
escuelas, deportes, publicidad, tecnología y planificación urbana mejor
pensadas para los niños. Debemos rescatar la idea de que el simple juego,
cuando se deja a los chicos hacer lo que tienen ganas sin metas ni objetivos,
es una parte esencial de la salud infantil. Un buen punto de partida es
reservar una o dos horas diarias para que se entretengan ellos mismos sin
ayuda de la tecnología o de los adultos.
Para
lograr que algo de esto ocurra, los padres tienen que aprender a relajarse.
Pero, ¿cómo saber si estamos presionando
demasiado a nuestros hijos?
No siempre es fácil, pues el límite entre la
paternidad comprometida y la hiperpaternidad puede ser muy delgado, si bien
hay señales de advertencia indicadoras. Si uno le hace los deberes a su hijo
o se queda ronco de gritar cuando va a verlo a una competencia deportiva, si
espía su página de MySpace o no lo dejar correr tantos riesgos como los que
uno corría a su edad, si lo ve dormido en el auto cuando lo lleva a su
siguiente actividad extraescolar, o si le cita textualmente manuales para
padres, puede que esté pasándose de la raya.
El primer paso para relajarse es sacarse de
encima el perfeccionismo. No hay ninguna receta mágica para ser padres. La
ansiedad y la duda son parte natural de la crianza de los hijos, y no una
señal para empezar a sobrecontrolarlos más todavía. La infancia no es una
carrera que sólo los niños alfa pueden ganar. Cada niño es diferente. Fíjese
en las personas de su propio entorno social a las que más admira y que más le
agradan: lo más probable es que hayan llegado a la aldultez por caminos
distintos. Muchas quizá maduraron tarde. Y la mayoría de ellas prosperó en la
vida sin que las sobrecontrolaran desde su nacimiento.
Sin embargo, un toque más liviano no siempre es
la mejor política. En lo que atañe a proteger a nuestros hijos del
consumismo, necesitamos actuar con mano más dura. Por eso es que en todo el
mundo hay campañas de padres para impedir que las empresas pongan anuncios
publicitarios en las escuelas. Hay también una fuerte reacción contra la
tendencia a las fiestas de cumpleaños cada vez más costosas. Muchos padres
ponen ahora un límite de gastos para los regalos y el cotillón, o
directamente los eliminan. Otros acuerdan un límite de invitados. En otras palabras,
los padres están reaprendiendo el arte perdido de decir NO.
Hoy, muchos niños necesitan realmente escuchar
más seguido la palabra no. Mientras invertimos tiempo, dinero y energía en
ayudar a nuestros chicos a tener un curriculum ganador, en materia de
disciplina tendemos a vacilar un poco. Simplemente, parece más fácil decir
que sí a otra hora más de Nintendo o a un cuarto de-sordenado. Pero los niños
a veces necesitan disciplina y una mano firme. Los límites los hacen sentirse
seguros y los equipan para la vida en un mundo construido en base a reglas y
acuerdos.
A veces, los niños necesitan que les digamos NO.
Lo fundamental es que, respecto de la crianza
de los hijos, debemos aprender cuándo hacer menos y cuándo hacer más, cuándo
emplear un toque suave y cuándo ser duros. Lamentablemente, los padres no
podemos comprar ni alquilar esa sabiduría: eso viene de adentro. Nosotros
conocemos a nuestros hijos mejor que nadie, lo que significa que la mejor
manera de ser padre es confiar en nuestro instinto. Escribí "Bajo
presión" para dar a los lectores la confianza que les permita bloquear
la presión de los pares y los mensajes confusos, tanto de la industria del
asesoramiento para padres como de los medios de comunicación, a fin de que
puedan hallar el equilibrio que mejor convenga a su familia.
¿Y qué hay de mí?
Bueno, voy mejorando en cuanto a hallar ese
equilibro.
Hace poco, mi hijo me anunció su intención de
entrar en el club de dibujo que hay en la escuela. Me las arreglé para sonar
complacido sin hacer un gesto de victoria ni decirle "Yo te lo
dije". Fue su decisión, y yo sabía que debe seguir siendo así.
Sólo espero recordar esa lección cuando llegue
el momento de organizar su primera exposición...
*Periodista y escritor,
autor de "Elogio de la lentitud" y "Bajo presión", Ed.
Del Nuevo Extremo.
http://www.revista-noticias.com.ar/comun/nota.php?art=1884&ed=1680
Enviado por Daniel Pagliarone